El pasado 4 de julio, todos fuimos testigos de un hecho esperado e inédito: el inicio de la Convención Constitucional, en un clima de especial tensión como reflejo del año y medio tras el estallido social que, con pandemia de por medio y la consiguiente profundización de la crisis, ha evidenciado la necesidad de cambiar la lógica injusta que subyace al proyecto económico, político y social del país de las últimas décadas, a través de una salida institucional con una “hoja en blanco” como punto de partida a un proyecto país que genera grandes expectativas de mayor participación en las decisiones.
Este proceso despierta múltiples reacciones según la experiencia personal y comunitaria vivida. Mientras que muchos tenemos gran esperanza en que surja un Chile que sea realmente “un hogar y una mesa para todos y todas”, capaz de acoger a todas y todos, es comprensible también que en algunos —sobre todo en nuestra comunidad eclesial— surjan profundos temores asociados al clima de tensión social que ha rodeado al estallido, por la profanación y destrucción de templos, y las duras consignas y amenazas contra la Iglesia como institución, entre otros motivos. Sin detenerme en estos hechos, que merecen análisis y discusión aparte, creo importante proponer dos preguntas: ¿Por qué no somos capaces de involucrarnos de lleno en este desafío de construir el nuevo Chile? y ¿cuál será nuestro aporte, como creyentes en Cristo y parte de la Iglesia, a este proyecto de país?
Ciertamente, la crisis institucional de abusos y corrupción en el clero, que ha dañado gravemente al Pueblo de Dios, a veces nos hace pensar que es mejor replegarse antes de ser funados, pues somos vistos como parte del problema que se busca erradicar. Sin embargo, no podemos olvidar que nuestra fuente y cumbre es Cristo, y desde su llamado que acontece en el “aquí y ahora”, somos interpelados a tomar parte activa de este proceso de cambio, pues “los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres (y mujeres) de nuestro tiempo, son a la vez (propias) de los discípulos de Cristo” (Cf. Gaudium et Spes, 1). En este sentido, el corazón de nuestra propuesta debiera surgir de un profundo amor por el otro/a, atento a sus clamores y urgentes necesidades, tal como lo haría Cristo.
Hay múltiples métodos y estrategias para elaborar una propuesta, tantas como personas componen nuestra comunidad de fe. Sin embargo, el criterio basal pasa ante todo por reconocer que nuestro destino común depende de la responsabilidad de cada uno/a por el bien del otro/a, respetándolo y valorándolo como tal. De este modo, el nuevo trato entre las personas, la reconstrucción de los vínculos sociales, las dinámicas institucionales y las políticas públicas no serán ajenas a las realidades, anhelos y esperanzas de quienes habitamos este país, y ahí, quizás, estaremos un poco más cerca de ser “la copia feliz del Edén”.
Felipe Garay B.
Magister en Bioética, Pontificia Universidad Católica de Chile
Agente pastoral Parroquia Santo Cristo de la Salud, Pasionistas
Los Andes.